Bailando con el enemigo/Tanz mit dem Feind

William Navarrete

También publicado en: Hojas necias 2 (2014), 21–5. Traducción de Andrea Gremels.

Bailando con el enemigo

Se habían escapado de la República bananera de San Pancracio. Nativos de aquel insignificante territorio en la ruta de los huracanes, otro indicador les unía: no conocieron allí más gobierno que el de la siniestra familia y, en su cúspide, La Momia. Con cien años cumplidos había enterrado ya a todos sus colaboradores, e hijos. Y empezaba a enterrar también a los nietos y bisnietos de los primeros, incluso, a los propios.

Casi la mitad de los pancracianos había tomado, por vías disímiles e insospechadas, el camino del éxodo. No era aquel exilio un vivero militante como en la época en que un apuesto joven –ahora convertido en longevo incómodo– era el espolón de proa del marxismo en el Tercer Mundo. No. Los pancracianos que habían escapado cuatro y cinco décadas después de aquella gesta medio borrosa en la memoria de todos, detestaban secretamente a La Momia, pero evitaban pensar en ella. Iban y venían entre la república bananera y el país en donde vivían con la misma indiferencia con que asistían al gimnasio del barrio o al salón de belleza. Si de algo podía jactarse La Momia era de que por cansancio, inercia o quizá autodefensa, sus crímenes más abyectos, su poder hegemónico, la destrucción de un pueblo, y todo lo malsano y nefasto de su eterno gobierno, iba quedando en las páginas del olvido. Cansada de la misma cantaleta, despiadada como suelen ser los jóvenes de hoy, las dos últimas generaciones de pancracianos no querían oír hablar de política. A nadie le interesaba quién y cuánto tiempo gobernaría en aquella tierra perdida. Y si alguien –casi siempre extranjero– preguntaba si no estaban harto de ser los títeres de una patética pantomima, ofrecían por invariable respuesta: “San Pancracio es diferente, no necesita otro gobernante que el elegido por el destino.”

La fiestecita pretendía matar el aburrimiento del sombrío invierno de París. Una pancraciana afable, a la que le daba lo mismo que La Momia gobernase cien años más, recibía en su casa. Le decían Bibiblue y sólo deseaba vivir tranquila, resolver sus necesidades en donde único le pareció posible, o sea, lejos de las trabas y prohibiciones impuestas por la La Momia y su familia tentacular. En ese punto –en el de la familia– todo el mundo sabía que a lo largo de la historia habían existido familias patricias, familias imperiales, familias políticas e, incluso, oligárquicas. La de San Pancracio era un tipo inédito: la familia “momial”, imperturbable e indestructible, omnipresente y, a veces, invisible. Saberlo, no remediaba tampoco nada.

Los momiales, también llamados así por pertenecer al frondoso árbol genealógico de La Momia, como los virus ocultos que la ciencia no logra detectar, formaban un ejército de nietos, bisnietos y tataranietos del endiablado monstruo. Como camaleones fundidos en la masa se cambiaban el apellido patriarcal. Así nadie podía emparentarlos con La Momia y sus hermanos, las nonagenarias Semimomias. ¡Menos las policías secretas, las aduanas o la Interpol! Lo hacían además por precaución, no fuera a ser que algún pancraciano lúcido de los pocos que quedaban, los reconociese y les echase en cara el daño y las calamidades de que eran responsables sus abominables abuelos.

Cinco de los invitados a la fiestecita de Bibiblue y de su esposo Guillaume, se encontraron por casualidad a la salida del metro. Los anfitriones alquilaban un apartamento en una torre con vista al Sena, un edificio extrañísimo, tipo laberinto. Para llegar al piso sexto en que vivían había que subir primero en ascensor al doce, bajar por las escaleras al diez, tomar otro ancensor hasta el cuarto y, por último, subir a pie dos plantas más por unas escaleras que daban al callejón sin salida del pasillo en que se hallaba, finalmente, el apartamento.

– ¡Joder, el hijoeputa que diseñó esta mierda estaba enganchado hasta los cojones!, se quejó un español que estaba con uno de los pancracianos invitados.

– ¡Ese fumaba yerba de primera!, añadió su pareja.

En el minotáurico edificio ninguna de las veinte escaleras conectaba más de tres pisos a la vez, sino que morían en pasillos sin otra escapatoria que la puerta de los apartamentos.

En aquella construcción helicoidal sucedían cosas extrañas. Los vecinos se quejaban de que los ascensores se ponían en marcha de madrugada sin que nadie accionase los botones. Los más antiguos aseveraban que el castaño que se veía delante del ventanuco del encargado, se hallaba antes, en los inicios del edificio, colindando con la gran reja de entrada al jardín. Muchos dudaban del pobre hombre y era ésa la razón por la que ahora se veía en el mural del vestíbulo una fotografía ampliada del castaño en el sitio indicado por el guardián.

Al vernos llegar sudorosos, a pesar de los grados bajo cero, y con las lenguas como corbatas, Bibiblue y su novio químico, nos confesaron que a ellos les había costado un mes aprenderse el camino hasta la puerta del piso.

– ¡Imagínense que cuando regresamos con un traguito de más preferimos dormir en el jardín!

Y, en efecto, eso aclaraba el misterio de las tiendas de campaña plantadas fuera por algunos vecinos hartos de buscar durante toda la noche las puertas de sus casas cuando regresaban de la calle borrachitos.

Eso sí, la vista del mítico río parisino desde el apartamento era cosa de catálogo turístico.

– De noche, querido, de noche, corrigió Bibiblue al oír el comentario. De día verás deprimentes chimeneas, puentes y carreteras ... una película futurista en cuarta dimensión.

– ¿En cuarta dimensión?, preguntó Rubier, novio del mencionado gallego y, para más señas, banquero.

– Mi ’jo, el humo, el ruido y la ventolera que entra por esa ventana es la cuarta dimensión. Si quieres comprobarlo saca la cabeza y me dirás – y en vez de mirar para Rubier respondió mirando a Mario quien había llegado también con el grupito.

– ¡Ayyymmm!, exclamó una pintora treintipicona, invitada como los restantes, que sólo sabía decir “ayyymmm”, prolongando la y griega y declinándola con la boca cerrada en emes similares al mugido de una vaca.

A Mario no le daba ninguna gracia verse en aquella encerrona. En caso de incendio la única solución era lanzarse por el ventanal, como cuando las escenas patéticas del fuego devorador de las Torres Gemelas de Nueva York. Quien pretendiera encontrar la salida, en medio de una situación de pánico, estaba jodido. De allí se salía, si acaso, calcinado; a lo sumo, asado, el tiempo de dar con la escalera correcta o el ascensor adecuado. Tal vez por esa idea Mario presintió que no todo saldría bien durante aquella fiesta, un peligro acechaba.

Prefería reunirse poco con pancracianos. Llegar tan lejos y chapotear en las aguas del pasado no era lo de él. Además, le molestaba la indiferencia de casi todos ante la situación catastrófica del país abandonado. Ni La Momia ni su familia tenían, a sus ojos, perdón. Por culpa de ellos su hermano había muerto en el intento de escapar de aquel infierno y, poco después, su padre caía en una de las absurdas campañas militares emprendidas por La Momia en África. Al quedar las familias diezmadas por guerras expansionistas y éxodos frustrados, no eran muchos los pancracianos que la parentela no estuviera desperdigada por el mundo. Sus tíos, primos y seres queridos vivían en los cinco continentes, en ciudades distantes. El viejo tirano y sus secuaces habían desbaratado la más sagrado de un país: la familia, e incluso la propia, ya que muchos de los hermanos, sobrinos, hijos y nietos momiales habían optado por rehacer sus vidas lejos de su Poder. Para Mario todo aquello era imperdonable.

Con el grupito del metro llegó también La Jabalí y su nuevo novio, al que enseguida pusieron el mote de Príncipe Charmant, por ser idéntico al rubio grandulón del dibujo animado Shrek, con idénticas motas de pelo a ambos lados, estilo años sesenta. Al igual que los príncipes de cuentos de hadas parecía bobalicón, el tipo “grande por gusto”, que cree haber venido a la tierra a hacer el bien, a combatir dragones malvados, o despertar a princesas vírgenes del letargo y toda esa mojonera. La Jabalí lo sabía, aunque lo conservaba a la espera de encontrar algo mejor. La apodaban así porque vivía en una recóndita montaña de los Alpes, sin un vecino a tres kilómetros a la redonda. Los jabalíes rondaban de noche su propiedad, escarbaban buscando raíces, lo revolvían todo y levantaban montañas de tierra. Todas las mañanas, pala en mano, tenía que nivelar el terreno que las temibles bestias destruían. Y tanto la habían oído contar sus heroicas batallas contra los jabalíes –o más bien contra los efectos que la piara provocaba– que terminaron llamándola igual que los causantes de su eterna pesadilla.

Otros pancracianos –cabe aclarar que el gentilicio podía ser también pancracense o sanpancraciano– se hallaban entre los invitados. En total sumaban catorce. Los otros ya estaban en casa de la Bibiblue cuando los del metro llegaron.

Formaban un público variopinto, gente que tal vez nunca se hubiera reunido, pero que en el contexto de París lo hacían porque las barreras de edades, profesiones, orígenes y otros escrúpulos desaparecían con la distancia. Entre ellos, por ejemplo, se encontraba una puta fina de brazos de su viejo verde al que nadie le hacía el menor caso. Era uno de esos viejos babosos que cada tres meses toman un avión rumbo a San Pancracio –o a sitios similares– en busca de presas tiernas que le den placer y le cuesten poco. No era esa, en realidad, la razón por la que había quedado apartado, sino porque no hablaba ni media palabra de español. Que fuera viejo, cazador de putas, descarado, zorro, mafioso, ladrón o pedófilo, a esta altura del desmadre, daba lo mismo. Lo insoportable era comunicar entre ellos en francés o pasar la noche traduciéndole.

Se había perdido la cuenta de los años –casi la edad de La Momia– que los pancracianos reñían a propósito de lo mismo: cómo sacar a San Pancracio del marasmo que lo situaba entre los países más atrasados del orbe. Cómo sacarlo, pero sin evocar nunca, por supuesto, el mal mayor. Había empezado el temita de siempre, se acaloraban los ánimos, que si lo mejor era esto, o aquello, o lo de más allá, que si para salir del medioevo en que estaban había que prenderle fuego a todo, o montar una pira gigante de sacrificio a los dioses africanos tan a la imagen del atraso del país, cuando Bibiblue, temiendo que la fiesta se le arruinara, gritó “¡Silencio!”.

– ¡Dejen eso, señores! Vinimos a pasarla bien y a despejar. Olviden el tango y canten bolero, que aquello es lo que es y aquí todo el mundo sabe que no tiene remedio.

Y acto seguido puso Añoranza por la conga, de Ricardo Leyva, también llamada la conga de Micaela, y todos, incluido el Príncipe Charmant –quien parecía una espiga despelusada pataleando con su bocaza abierta como unas fauces dispuestas a engullirnos a todos–, ocuparon el medio del salón transformado en pista y empezaron a remenearse con aquella música que causaba furor en las discotecas pancracianas.

– El cabrón príncipe se parece a Kermit the frog, el sapo de los Muppets, cuando baila.

– ¡De tranca el socio!, respondió La Jabalí a Mario, como disculpándose de haberlo traído a la fiesta.

– Con tal de que no me dé un manotazo, se quejó Guillaume el químico en lo que se alejó de aquellos brazos que se agitaban como aspas de un molino imparable.

– ¡Ayyymmm!

Estaba también un académico aburrido, de esos que ocultan su falta crónica de talento detrás de tesis indigestas o libros ilegibles repletos de citaciones pseudocultas que nadie lee y que ni ellos mismos entienden. También, un actor que había perdido fuelle como tal y en París no le quedó otra que cantar salsa en un bar de mala muerte en el barrio de la Bastilla. Por último, una parejita: él no pasaba de los cuarenta y ella debía rondar los treinta. Todos pancracianos, obvio.

La parejita llamó inmediatamente la atención de Mario. Se mantenía discreta, ambos esquinados del otro lado del mesón que separaba la cocina de la gran sala. Sobre la mesa la dueña había dispuesto fuentes con ensalada fría, tabulé libanés con añadido de aguacate, hojas de croustillants rellenos de arroz con pollo, quiches de masas de cerdo, soufflé de yuca con queso fundido, fondant de mamey, y otros condumios pancracianos con innegable empaque francés. Le pareció curioso que, de los dos, ella fuese la más retraída, que permaneciese sin dirigirle la palabra a nadie, excepto a los dueños de la casa, muy de vez en cuando. Bibiblue no la conocía realmente. La cosa venía por Guillaume el químico, quien era socito del novio, criados en el mismo barrio, y alumnos del mismo colegio. El tipo, según dijo alguien luego, se dedicaba a coleccionar fotografías antiguas.

– ¿Y de eso vive?, le preguntó Mario a Guillaume el químico.

– Y yo qué sé. Pregúntale tú.

Salvo lo antes dicho no había pasado nada de anormal. O tal vez sí... el hecho, por ejemplo, de que Rubier saludara a la misteriosa parejita con cierta frialdad, un saludo casi eléctrico, como si quisiera decirle “les saludo porque no me queda otra, pero no quiero mucha juntadera con ustedes”. Mario creyó que todo podía ser obra de su imaginación y le restó importancia, a pesar de que Rubier se retiró con toda intención hacia el lado opuesto del salón, lo más lejos posible de ellos.

Después de mucha brincadera, de cantar canciones, y hacer chistes, la fiesta entró en la fase en que el entusiasmo decaía. En San Pancracio hubieran bailado como trompos toda la noche; en París, ya sea por la falta de sol, el estrés de la gran ciudad, el ritmo de la vida o la agresividad ambiental, la falta de vitalidad era evidente.

De puro aburrimiento Mario, echado en el sofá, decidió hablarle por primera vez a la muchacha que tanto lo intrigaba. Después de preguntarle si era de San Pancracio, si estaba de paso en París y de obtener afirmaciones lacónicas, se enteró de que había venido a hacer un cursillo de fin de estudios en la casa madre de Chanel, la de la rue Cambon.

– ¡Chanel! ¡Rue Cambon!, exclamó Mario extrañado y admirado de que alguien hubiese entrado en la meca de la alta costura nada más y nada menos que en París, viniendo de donde venía ella. ¡Un cursillo de diseño de modelos en donde laboraban las famosas petites mains de aquella prestigiosa marca!

La chica era delicada, sus modales exquisitos, sonreía diplomática y prestaba atención cuando le hablaban. Mario la sondeó un poco más pero no obtuvo respuestas concretas, ni opiniones sobre tema alguno. Daba la impresión de que esparaba que del cielo cayera una aprobación antes de dar cualquier respuesta. Intentó llevar entonces la conversación hacia el ámbito de San Pancracio. Sólo obtuvo evasivas, respuestas esquivas, comentarios vagos de que vivía en un barrio de la antigua clase media y alta de la capital bananera, aunque en aquella ciudad decadente cualquier barrio era ya lo mismo. Había estudiado en una escuela común y corriente, con lo cual parecía mucho más extraño que hubiese podido conseguir semejante cursillo.

Aquello fue todo lo que Graciela reveló. De costumbre los pancracianos lo cuentan todo, sin necesidad de que les pregunten nada. La exquisita candidata a modista le causaba asombro. Ni siquiera ostentaba una de esas prendas llamativas, a veces copias de Cartier o de Hermès compradas a los vendedores ambulantes africanos, que suelen exhibir muchos de los que vienen de allá. Lo que llevaba era de buen gusto, sobrio, de calidad sopesada, nada exagerado ni aspavientoso.

Entonces Mario pidió permiso al novio y la invitó a bailar. Pasaban una bachata amerengada, por momentos cadenciosa y, en otros, trepidante. Graciela se dejaba llevar muy bien, sus movimientos eran perfectos. Cuando pusieron una cumbia supo cambiar de ritmo inmediatamente, lo mismo que con el reggaetón que le siguió. En ninguna de las piezas se remeneó, ni dio cadera como hacían desde algún tiempo las pancracianas. Al contrario, parecía flotar. Mario había visto que así bailaban, en las películas de antaño, las señoritas de la buena sociedad. Poco a poco, a medida que fueron entrando en confianza, sintió que se desvanecía toda su aprehensión con respecto a la parejita. Se felicitaba incluso por haber roto el hielo que parecía separar a Graciela de todos los invitados a aquella fiesta. Poco importaba que el novio les vigilara con el rabillo del ojo. De todas formas no prentendía otra cosa con ella que charlar y bailar sincronizados.

Eran ya las tres de la madrugada cuando el mismo grupito del metro se puso de acuerdo para retirarse. Los otros se habían marchado ya y sólo quedaban, además de los anfitriones, Graciela y su novio. Aunque la pareja no tomaría el metro con ellos caminaron juntos hasta la esquina en que se hallaba la estación. Allí se despidieron y quienes habían llegado juntos se adentraron en las galerías del transporte subterráneo.

Ya estaban los cinco sentados en el vagón cuando Rubier, extrañado de que Mario estuviese tan radiante, le preguntó, casi a boca de jarro, si sabía quién era aquella muchacha con quien había estado bailando buena parte de la noche. Mario, seguro de que sus temores habían sido infundados, le dijo que no tenía la más mínima idea y añadió que pocas veces había sentido tanta sincronía con una compañera de baile, que si no hubiese estado el novio presente probablemente se le hubiese declarado.

Entonces, vio a Rubier esbozar una sonrisa de desconcierto y mueca en lo que arqueaba las cejas.

– Es la nieta de La Momia, amigo. Lo siento, pero no podía prevenirte. Estaba seguro de que ignorabas quién era.

*

Tanz mit dem Feind

Sie waren der Bananenrepublik Sankt Pankratius entkommen. Einheimische dieses unbedeutenden Territoriums, das auf der Route der Orkanstürme lag. Und ein weiterer Wegweiser vereinte sie: Sie hatten dort nichts anderes gekannt als die Regierung einer verhängnisvollen Familie – und auf ihrem Gipfel: die Mumie. Nach hundert eingelösten Jahren hatte sie schon alle ihre Kollaborateure und Kinder zu Grabe getragen. Und sie begann nun auch ihre Enkel und deren Urenkel und noch dazu ihre eigenen Angehörigen zu beerdigen.

Fast die Hälfte der Pankratianer hatte in unterschiedliche und unverdächtige Richtungen den Weg des Exodus eingeschlagen. Jenes Exil war kein militanter Kern wie zu der Zeit, als ein berühmter junger Mann – der sich jetzt in einen langlebigen Störenfried verwandelt hatte – zur starren Gallionsfigur der dritten Welt wurde. Nein. Die Pankratianer, die vier oder fünf Jahrzehnte nach dieser ihnen als halb verschwommen im Gedächtnis gebliebenen Heldentat entflohen waren, verachteten insgeheim die Mumie, aber sie vermieden es, an sie zu denken. Sie kamen und gingen zwischen der Bananenrepublik und dem Ort, wo sie jetzt wohnten, mit derselben Gleichgültigkeit, mit der sie ins Sportstudio ihres Stadtteils oder in den Schönheitssalon gingen. Wenn die Mumie mit etwas prahlen konnte, dann damit, dass ihre niederträchtigsten Verbrechen, ihre Vormachtstellung, die Zerstörung eines Volkes, und all das Unverträgliche und Unheilvolle ihrer Herrschaft dabei war, aus Erschöpfung, Trägheit oder vielleicht aus Selbstschutz auf den Buchseiten des Vergessens zu verblassen. Erschöpft von diesem ganzen Herumgerede, erbarmungslos wie die Jugend von heute eben so ist, hatten die letzten Generationen der Pankratianer es satt, von Politik reden zu hören. Niemanden interessierte es, wer wie lange auf jenem verlorenen Stück Erde weiterherrschen würde. Und wenn einer, meistens aus dem Ausland, fragte, ob sie nicht genug davon hätten, die Hampelmänner dieses erbärmlichen Kasperletheaters zu sein, gaben sie stets die gleiche unabänderliche Antwort: „Sankt Pankratius ist eben anders, es braucht keinen anderen Herrscher als den vom Schicksal erwählten.“

Die kleine Feier sollte die Langeweile des trübsinnigen Pariser Winters vertreiben. Eine gesellige Pankratianerin, der es egal war, ob die Mumie noch hundert Jahre weiter regieren würde, lud zu sich nach Hause ein. Sie wurde Bibiblue genannt und wollte nur in Ruhe leben und einfach dort, wo es möglich war, ihren Bedürfnissen nachgehen, das heißt fernab von den Verstrickungen und Verboten, die ihr die Mumie und ihre Tentakelfamilie auferlegten. An diesem Punkt – dem der Familie – waren sich alle einig, dass es im Lauf der Geschichte immer schon Patrizierfamilien, imperiale Dynastien, politische und sogar oligarchische Sippschaften gegeben hatte. Die aus Sankt Pankratius war ein noch nie da gewesener Schlag: die Mumienfamilie, unerschütterlich und unzerstörbar, allgegenwärtig und manchmal auch unsichtbar. Das zu wissen, versprach allerdings auch keine Abhilfe. Die Mumianer, die auch deswegen so genannt wurden, weil sie zum buschigen Stammbaum dieser einen Mumie gehörten, bildeten ein Heer aus Enkeln, Urgroßenkeln und Ururgroßenkeln dieses teuflischen Monsters, so wie diese bösartigen Viren, die von Wissenschaftlern nicht erkannt werden können. Wie Chamäleons, die in ihrer Umgebung aufgehen, änderten sie ständig ihren väterlichen Nachnamen. So konnte niemand ihre Verwandtschaft zur Mumie und ihren Brüdern, den neunzigjährigen Halbmumien, feststellen. Nicht einmal die Geheimdienste, der Zoll oder Interpol! Das war auch eine Vorsichtsmaßnahme, damit nicht noch irgendein hellsichtiger Pankratianer, einer von den wenigen, die noch übrig geblieben waren, sie erkennen und ihnen das Unheil und die Katastrophen ins Gesicht schleudern würde, die ihre verabscheuenswerten Großväter zu verantworten hatten.

Fünf Gäste, die Bibiblue und ihr Mann Guillaume zu ihrem Fest eingeladen hatten, trafen sich zufällig am Ausgang der Metro. Die Gastgeber wohnten zur Miete in einem Appartement in einem Palais mit Blick auf die Seine. Ein äußerst eigentümliches Gebäude, labyrinthartig. Um in den sechsten Stock zu gelangen, wo sie wohnten, musste man erst mit dem Fahrstuhl in den zwölften hochfahren, dann die Treppen bis in den zehnten heruntergehen, um dort einen anderen Fahrstuhl in den vierten zu nehmen, und schließlich noch zwei Stockwerke hochzulaufen, auf einer Treppe, die zu einer ausweglosen Gasse von Gängen führte, an dessen Ende sich dann endlich die Wohnung befand.

– Verdammt noch mal, der Schweinehund, der diesen Mist entworfen hat, war doch bis obenhin zugedröhnt!, schimpfte ein Spanier, der zu einem der eingeladenen Pankratianer gehörte.

– Der hat Kraut vom Feinsten geraucht!, bemerkte sein Partner.

In dem minotaurischen Gebäude verband keine der zwanzig Treppen mehr als drei Stockwerke miteinander, vielmehr verschwanden sie in den Gängen ohne anderen Ausweg als zu den Türen der Wohnungen.

Aufgrund jener propellerartigen Bauweise ereigneten sich seltsame Dinge. Die Nachbarn beschwerten sich, dass die Fahrstühle im Morgengrauen losfuhren, ohne dass jemand den Knopf betätigt hätte. Die am längsten dort wohnten, behaupteten, dass die Kastanie, die man vor dem Hinterfenster des Hausmeisters sah, zuvor am Vordereingang des Gebäudes gestanden hatte, an das große Gitter zum Garten hin angrenzend. Viele trauten dem armen Mann nicht, und daher konnte man nun an der Wand des Foyers, an der durch den Nachtwächter angewiesenen Stelle, eine großflächige Fotografie der Kastanie betrachten.

Als sie uns trotz der Minusgrade schwitzend und mit heraushängenden Zungen ankommen sahen, gestanden Bibiblue und ihr Freund der Chemiker, dass sie einen ganzen Monat gebraucht hatten, um sich den Weg bis zur Tür auf dem Stockwerk einzuprägen.

– Stellt Euch nur vor, wenn wir nach einem Gläschen Wein nach Hause zurückkamen, hätten wir am liebsten im Garten übernachtet!

Und tatsächlich, dies erklärte das Mysterium der vielen Zelte, die von einigen Nachbarn draußen aufgestellt worden waren, weil sie es satt hatten, die ganze Nacht über die Türen ihrer Wohnungen zu suchen, wenn sie ein wenig angetrunken nach Hause kamen. Allerdings war der Blick auf den mythischen Pariser Fluss von der Wohnung aus eine Sache, die aus einem Tourismuskatalog hätte stammen können.

– Nachts erst, mein Lieber, nachts, hakte Bibiblue ein, als sie den Kommentar hörte. Tagsüber siehst Du nur deprimierende Schornsteine, Brücken und Straßen ... ein futuristischer Film in vierter Dimension.

– In vierter Dimension?, fragte Rubier, der Freund des bereits erwähnten Galiziers und offenbar auch noch Banquier.

– Mein Kleiner, der Rauch, das Geräusch der Windstöße, die durch dieses Fenster hereinkommen, das ist die vierte Dimension. Wenn Du es ausprobieren möchtest, häng mal Deinen Kopf heraus und sag mir Bescheid – und anstatt Rubier dabei anzuschauen, antwortete sie mit Blick auf Mario, der auch in unserer Grüppchen angekommen war.

– Äääähmmm!, rief eine paarunddreißigjährige Malerin, eingeladen wie wir übrigen, die nur „ääähmmm“ sagen konnte, das „ä“ ausdehnend und es mit geschlossenem Mund wie den Buchstaben „m“ aussprechend, so dass es sich wie das Muhen einer Kuh anhörte.

Mario gefiel es gar nicht, sich in dieser Falle wiederzufinden. Im Falle eines Brandes wäre die einzige Lösung, sich aus dem Fenster zu stürzen, wie in den pathetischen Szenen vom die Zwillingstürme verschlingenden Feuer in New York. Wer in solch einer Paniksituation den Ausgang zu finden beabsichtigte, war am Arsch. Von dort kam man, wenn überhaupt, verbrannt heraus; oder nicht zuletzt gegrillt, wenn man sich noch die Zeit nähme, die richtige Treppe oder den passenden Fahrstuhl zu finden. Vielleicht hatte Mario deswegen eine Vorahnung, dass nicht alles gut auf der Feier laufen würde, irgendeine Gefahr lauerte.

Eigentlich zog er es vor, sich nicht so oft mit Pankratiern zu treffen. Von so weit her zu kommen und immer in den gleichen Gewässern der Vergangenheit herumzuwaten, war nicht so sein Ding. Außerdem störte ihn die Gleichgültigkeit all dieser Leute angesichts der katastrophalen Situation in dem von ihnen verlassenen Land. Weder der Mumie noch ihrer Familie war seiner Meinung nach zu verzeihen. Sie waren Schuld, dass sein Bruder bei dem Versuch, dieser Hölle zu entkommen, gestorben war. Kurze Zeit später fiel sein Vater in einer dieser absurden militärischen Kampagnen, die die Mumie in Afrika unternahm. Betrachtete man die durch Expansionskriege und frustrierte Auswanderungen dezimierten Familien, so gab es nicht mehr viele Pankratianer, deren Verwandtschaft nicht überall in der Welt verstreut gewesen wäre. Seine Onkel, Cousins und alle, die ihm am Herzen lagen, lebten auf fünf Kontinenten, in allen möglichen Städten. Der Tyrann und seine Anhänger hatten das Heiligste ihres Landes zerstört: die Familie, sogar ihre eigene, denn viele Mumienbrüder, neffen, -söhne und -enkel hatten sich dazu entschieden, ihr Leben weit weg vom Machtbereich der Mumie einzurichten. Für Mario war all das einfach unverzeihlich.

Mit der Gruppe aus der Metro kamen auch das Wildschwein und sein neuer Freund an, den man sofort mit dem Spitznamen Prinz Charming versah, da er genauso aussah wie der große Blonde in dem Zeichentrickfilm Shrek, sogar mit den gleichen Koteletten auf beiden Seiten, Siebziger-Style. So wie die Prinzen in den Märchen schien er ein Dummkopf zu sein, einer vom Typ „Gernegroß“, der denkt, auf die Erde gekommen zu sein um Gutes zu tun, böse Drachen zu bekämpfen, jungfräuliche Prinzessinnen aus ihrer Lethargie zu erwecken und all dieser Scheißkram. Das Wildschwein wusste das, und doch blieb er bei ihm, während er auf etwas Besseres wartete. Sie nannten ihn so, weil er in einem entfernten Gebirge der Alpen wohnte, im Umkreis von drei Kilometern kein Nachbar. Die Wildschweine umzingelten nachts sein Eigentum, sie scharrten nach Wurzeln, sie pflügten alles um und nahmen ganze Berge von Erde mit. Jeden Morgen musste er mit dem Spaten in der Hand die Hügellandschaft wieder einebnen, die die furchtbaren Bestien hinterlassen hatten. Und sie hatten ihn so oft von seinen heldenhaften Schlachten gegen die Wildschweine – oder eher gegen das Ausmaß an Verheerung, das die Herde angerichtet hatte – erzählen hören, dass sie ihn schließlich genau so nannten wie die Verursacher seiner ewigen Alpträume.

Zu den Eingeladenen gehörten auch noch weitere Pankratianer – anzufügen ist noch, dass sie auch Pankratianten oder Sankt Pankratianer genannt werden könnten. Zusammen waren sie vierzehn. Die anderen waren schon in Bibiblues Wohnung, als die Metro-Gruppe ankam.

Sie waren ein buntes Völkchen, Leute, die sich anderswo wahrscheinlich nie zusammengefunden hätten, aber im Pariser Umfeld taten sie es, weil durch die Distanz die Grenzen des Alters, des Berufs, der Herkunft und alle anderen Skrupel aufgehoben wurden. Zwischen ihnen befand sich zum Beispiel eine hübsche Prostituierte im Arm ihres grünlichen Alten, dem niemand auch nur die geringste Aufmerksamkeit schenkte. Er war einer dieser geifernden Altherrentypen, die alle drei Monate einen Flug nach Sankt Pankratien – oder zu ähnlichen Orten – nahmen, auf der Suche nach einer zarten Beute, die sie befriedigen sollte und wenig kostete. Aber nicht deswegen blieb er am Rande, sondern weil er nicht ein einziges Wort Spanisch sprach. Ob er nun alt, Nuttenjäger, unverfroren, ein mafiöser Fuchs, Dieb oder Pädophiler war, spielte zu diesem Zeitpunkt des Durcheinanders auch keine Rolle mehr. Das Unerträgliche war nur, dass sie unter sich auf Französisch sprechen mussten, beziehungsweise die ganze Nacht am Hin- und Herübersetzen waren.

Er hatte die Zahl der Jahre vergessen – sie entsprach fast schon dem Alter der Mumie – die die Pankratianer bereits regierten, immer mit der gleichen Absicht: Wie man Sankt Pankratien aus dem Stillstand befreien könnte, durch den es zu einem der zurückgebliebensten Ländern der Erdkugel zählte. Wie das Land befreien, natürlich nie, ohne dabei das Schlimmste zu beschwören. Das immerwährende Thema hatte also schon begonnen, die Gemüter erhitzten sich: Ob das Beste dies sei, oder jenes, oder etwas ganz anderes darüber hinaus, oder ob man alles anzünden sollte, um aus diesem Mittelalter herauszukommen, oder einen riesigen Scheiterhaufen bauen als Opfergabe für die afrikanischen Götter, die doch genau der Rückständigkeit des Landes entsprachen. Da schrie Bibiblue aus Angst, die Party würde komplett den Bach heruntergehen: „Ruhe!“

– Aufhören, Herrschaften! Wir sind zusammengekommen, um eine gute Zeit zu haben und uns zu amüsieren. Vergesst den Tango und fangt an, Boleros zu singen, denn dort ist es, wie es ist, und hier weiß alle Welt, dass es ja doch nichts hilft.

Und sofort spielte sie Ricardo Leyvas Añoranza por la conga, auch „Michaelas Conga“ genannt, und alle, sogar Prinz Charming – der aussah wie eine zerrupfte Ähre, wie er da herumstakste, den Mund zu einem Schlund geöffnet, der bereit zu sein schien uns alle aufzufressen – nahmen die Hälfte des Wohnzimmers ein und verwandelten es in eine Tanzfläche, und sie begannen, sich zu der Musik, die derzeit in den pankratianischen Diskotheken für Stimmung sorgte, hin- und herzubewegen.

– Diese Drecksau von Prinz sieht aus wie Kermit der Frosch, diese Muppetkröte, wenn er tanzt.

– Der Gute zappelt ganz schön ab, antwortete das Wildschein Mario, als ob er sich dafür entschuldigen wollte, dass er ihn zur Party mitgenommen hatte.

– Dass er mir bloß keine verpasst, beschwerte sich Guillaume der Chemiker, indem er sich von jenen Armen entfernte, die sich unaufhörlich wie die Flügel einer Windmühle umherdrehten.

– Äääähmmm!

Da war auch noch ein fader Wissenschaftler, einer von denen, die ihre chronische Talentlosigkeit hinter unverdaulichen Schriften oder unlesbaren, mit pseudogebildeten Zitaten vollgestopften Büchern versteckten, die eh keiner las und die sich nicht mal ihnen selbst erschlossen. Und noch ein Schauspieler, dem die Luft ausgegangen war und dem in Paris nichts anderes übrig blieb, als in einer zwielichtigen Bar in der Nähe der Bastille Salsa-Lieder zu singen. Nicht zuletzt noch ein Pärchen: er ging so auf die Vierzig zu und sie war um die Dreißig. Alles Pankratianer, klar.

Das Pärchen weckte gleich Marios Aufmerksamkeit. Sie waren zurückhaltend und blieben beide auf der anderen Seite, in einer Ecke des Esszimmers, das die Küche vom Wohnzimmer trennte. Auf dem Tisch hatte die Gastgeberin Salate, libanesisches Tabulé mit Avocado, mit Reis und Hühnchen gefüllte Blätterteigstückchen, Quiches mit Schweinefleisch, Yucca-Soufflés mit Käse überbacken, Papaya-Fondant und andere pankratianische Köstlichkeiten in unverkennbar französischer Verpackung aufgebaut. Ihm erschien es eigenartig, dass sie diejenige von beiden war, die sich am meisten zurückhielt, die dastand ohne das Wort an irgendjemanden zu richten, außer von Zeit zu Zeit an die Gastgeber. Bibiblue kannte sie auch nicht wirklich. Das war die Sache Guillaumes des Chemikers, der ein Freund des Mannes war. Sie waren in der gleichen Gegend aufgewachsen und zur selben Schule gegangen. Der Typ, so meinte zumindest jemand später, würde sich dem Sammeln alter Fotografien widmen.

– Und davon lebt er?, fragte Mario Guillaume den Chemiker.

– Was weiß denn ich. Frag ihn doch selbst.

Abgesehen von dem bereits Berichteten passierte nichts Außergewöhnliches. Oder vielleicht doch … Zum Beispiel die Tatsache, dass Rubier das mysteriöse Pärchen mit einer gewissen Kälte begrüßte, ein beinahe steinerner Gruß, als ob er ihnen sagen wollte: „Ich begrüße Euch, weil mir nichts anderes übrig bleibt, aber ich möchte nicht wirklich viel mit Euch zu tun haben.“ Mario dachte, das wäre alles seiner Einbildungskraft geschuldet, also beachtete er es nicht weiter, und das, obwohl sich Rubier mit voller Absicht in die gegenüberliegende Seite des Wohnzimmers zurückzog, so weit weg von dem Paar wie möglich.

Nach allen möglichen Lustigkeiten, wie Lieder singen und Witze reißen, ging das Fest in eine Phase über, in der die Ausgelassenheit abklang. In Sankt Pankratien hätten sie wie Kreisel die ganze Nacht durch getanzt. In Paris war die verminderte Vitalität augenfällig, sei es durch die fehlende Sonne, den Stress der Großstadt, den anderen Lebensrhythmus oder die aggressive Umwelt.

Aus purer Langeweile entschied Mario sich, endlich mit der Frau zu sprechen, die seine Neugier so sehr weckte. Nachdem er sie gefragt hatte, ob sie denn aus Sankt Pankratien kam und ob sie zu Besuch in Paris sei und nur lakonische Beipflichtungen erhielt, erfuhr er dann doch, dass sie aus Studienzwecken gekommen war, um einen Kurs im Haupthaus von Chanel in der Rue Cambon zu machen.

– Chanel! Rue Cambon!, rief Mario aus, voller Bewunderung und erstaunt darüber, dass jemand in das Mekka der Haute Couture – nicht mehr und nicht minder als in Paris – eingetreten war, und das, obwohl sie doch von dort kam, wo sie herkamen. Ein Kurs für Modeldesign, unterrichtet von den berühmten petites mains dieser prestigereichen Marke!

Die junge Frau war feingliedrig, ihre Umgangsformen ausgezeichnet, sie lächelte höflich und schaute einen aufmerksam an, wenn man mit ihr sprach. Mario prüfte sie noch mehr, doch er bekam keine konkreten Antworten, auch keine Meinungen zu irgendwelchen Themen. Sie machte den Eindruck, als wartete sie darauf, dass eine Erlaubnis vom Himmel fiele, bevor sie irgendeine Antwort gab. Also versuchte er, das Gespräch auf das Thema Sankt Pankratien zu lenken. Er erhielt nur Ausflüchte, ausweichende Antworten, vage Bemerkungen, dass sie in einem Stadtteil der ehemaligen Mittelklasse bzw. Oberschicht der Bananenrepublik lebte, obwohl es in jener auseinanderfallenden Stadt eh schon in jedem Stadtteil das Gleiche war. Sie war auf eine allgemeine, öffentliche Schule gegangen, und daher erschien es noch viel merkwürdiger, wie sie es zu einem solchen Kurs gebracht hatte.

Das war alles, was Graciela preisgab. Normalerweise erzählen die Pankratianer alles und jedes, auch wenn sie nicht gefragt werden. Diese feine Modekandidatin brachte ihn zum Erstaunen. Sie stellte nicht einmal eines dieser auffälligen Kleidungsstücke zur Schau, meistens von afrikanischen Straßenhändlern erworbene Imitate von Cartier oder Hermès, die viele von denen, die von dort herkamen, für gewöhnlich trugen. Was sie anhatte, zeugte von einem guten Geschmack, schlicht, von ausgewogener Qualität, nichts Übertriebenes oder was viel Aufhebens machte.

Daraufhin bat Mario ihren Freund um Erlaubnis und lud sie ein, mit ihm zu tanzen. Er führte sie durch eine Bachata mit Merengue-Rhythmen, mal harmonisch, mal bebend. Graciela ließ sich gut führen, ihre Bewegungen waren vollkommen. Als sie eine Cumbia spielten, konnte sie sofort den Rhythmus wechseln, das gleiche beim Reggaeton, der darauf folgte. In keiner der Stücke schüttelte sie sich oder schwenkte die Hüften, wie viele Pankratianerinnen es seit einiger Zeit taten. Im Gegenteil, sie schien dahinzutreiben. Mario hatte in den alten Filmen gesehen, dass so die jungen Damen der guten Gesellschaft getanzt hatten. Allmählich, je mehr sich ein Vertrauen aufbaute, fühlte er, dass all seine Festlegungen über das Paar dahinschwanden. Er beglückwünschte sich sogar, das Eis gebrochen zu haben, das Graciela von allen anderen Gästen der Feier abgesondert hatte. Es störte ihn auch wenig, dass ihr Freund sie aus dem Augenwinkel überwachte. Er hatte ohnehin keine weiteren Absichten, als nur mit ihr zu sprechen und so aufeinander abgestimmt zu tanzen.

Es war schon drei Uhr nachts, als das Grüppchen von der Metro übereinkam, sich zurückzuziehen. Die anderen waren auch schon gegangen und es waren neben den Gastgebern nur Graciela und ihr Freund geblieben. Obwohl das Pärchen nicht die Metro nahm, gingen sie mit ihnen bis zu der Ecke, wo sich die Metrostation befand. Dort verabschiedeten sie sich, und diejenigen, die zusammen angekommen waren, begaben sich in die Gänge des unterirdischen Transportes.

Sie saßen schon zu fünft im Abteil, als Rubier, verwundert darüber, dass Mario so strahlte, ihn beinahe unverblümt fragte, ob er denn wisse, wer jene junge Dame sei, mit der er einen guten Teil der Nacht getanzt hatte. Mario, sicher, dass seine Befürchtungen unbegründet waren, sagte ihm, dass er nicht die geringste Ahnung hätte, und fügte hinzu, dass er selten solch eine Übereinstimmung mit einer Tanzpartnerin empfunden hätte und wenn nicht ihr Freund dabei gewesen wäre, hätte er ihr wahrscheinlich eine Liebeserklärung gemacht.

Daraufhin erschien in Rubiers Gesicht ein fassungsloses und grimassenhaftes Lächeln, bei dem er die Augenbrauen hochzog.

– Das ist die Enkelin der Mumie, mein Freund. Tut mir leid, aber ich konnte Dich nicht warnen. Ich war mir sicher, dass Du nicht wusstest, wer sie war.





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